Pasé la Navidad más tranquila de mi vida en la ciudad de Tarragona, poco después del año 2000; solo estábamos mi madre y yo. Visitamos los lugares de interés, uno tras otro, muchos de ellos al aire libre, donde hay un buen número de ruinas romanas: el anfiteatro, el acueducto, la cantera, las murallas, el foro y el Museo de Historia que también está lleno hasta la bandera de vestigios romanos. Esta abundancia de monumentos y artefactos antiguos se debe a que, una vez convertido el pueblo ibérico original en una ciudad como Dios manda, los romanos hicieron que esta urbe, llamada Tarraco, fuera la capital de dos terceras partes de la península Ibérica. Durante siglos, pues, Tarragona era mucho, pero que mucho, más importante que Barcelona.
Lo primero que uno percibe al llegar a Tarragona es que está dividida por una calle aparentemente sin fin llamada la Rambla Nova, que conduce hasta un balcón de hierro forjado –el Balcón del Mediterráneo– que da al mar y a las playas y a una franja de pavimentación antes de la playa sobre la que los amantes escriben mensajes amorosos en lenguas diferentes (catalán, francés, español y portugués, la última vez que lo comprobé). Si después caminas hacia la izquierda, encontrarás el casco antiguo: pintoresco, de un color entre marrón y amarillento; y bastante empinado.
Y si te acercas a Tarragona el primer fin de semana del mes de octubre, verás porqué esta ciudad también es conocida como la Capital dels Castells. Casi cada pueblo y ciudad catalana tiene, al menos, una colla castellera, y todas se presentan en Tarragona por el Concurso de Castells bianual, que varios documentales televisivos han dado a conocer en todo el mundo.
La provincia de Tarragona, por otra parte, está llena de pueblos y ciudades bien heterogéneos. Pongamos por caso el pueblo costero de Altafulla; el barrio que toca al mar es bastante similar a cualquier otro lugar de veraneo marítimo en Cataluña, pero si cruzas las vías del ferrocarril te encontrarás en un pequeño pueblo medieval excepcionalmente bien conservado. Y si sigues la costa hacia el sur llegarás a Salou, que durante años ha sido un imán –a pesar de los deseos de los habitantes y del consistorio– que atrae turismo estudiantil de borrachera procedente de toda Europa: un sector entero de la ciudad consiste en bares, hoteles, restaurantes y discotecas donde apenas no oirás ni una sola sílaba de catalán ni de castellano, ya que la mayoría de camareros son ingleses, alemanes u holandeses. Pasé un día entero en Salou y a cada paso que daba me encontraba con un pub. Pero si bajas la costa un poco más, las cosas se vuelven más interesantes.
A orillas del río Ebro, por ejemplo, se encuentra Tortosa, que rezuma un ambiente algo destartalado, algo vago y, a la vez, curiosamente atractivo, pero vale la pena explorar esta ciudad fluvial. En medio del río hay uno de los últimos monumentos franquistas de Cataluña, una aguja de hierro dedicada a «los combatientes que hallaron gloria en la batalla del Ebro»: una referencia clara a las tropas fascistas ganadoras. Semejante a un inmenso abrelatas chamuscado, continúa siendo fuente de una fuerte polémica en Tortosa misma, ya que algunos de los ciudadanos lo consideran algo propio de la ciudad, mientras que otros no ven la hora de volarlo en pedazos lo antes posible.
Si sigues el río Ebro hasta el mar, llegarás al delta, un parque natural que consiste en enormes extensiones de arena y caminos estrechos rodeados de arrozales. Es como si caminaras –o fueras en bicicleta, si así lo prefieres– por un fértil paisaje lunar, salpicado aquí y allá con bandadas de pájaros diversos: poco menos de un centenar de especies anidan en el delta. No es nada sorprendente, puesto que el arroz cultivado en el delta se encuentra entre los mejores de Europa, que buena parte de los restaurantes de las comarcas tarraconenses sirven por lo menos unos cuantos platos de arroz y, en algunos lugares, incluso solo sirven platos de arroz, que los turistas insisten en llamar paellas.
En el interior, no se puede dejar de visitar Miravet con su castillo templario en forma de un cubo perfecto, medio escondido en una curva del río; o bien Reus, el lugar de nacimiento de Antoni Gaudí –hay un museo audiovisual dedicado a él y a su obra– con una plaza mayor que tiene unos impresionantes edificios modernistas; Valls, dicen, es el mejor lugar de Cataluña para comer calçots; y muy cerca de Valls encontramos el pueblo medieval de Montblanc, poco turístico pero realmente muy atractivo, en el que podemos encontrar un restaurante familiar excelente, Cal Colom, donde no te dan un menú sino que te cantan los platos del día en el acto, tal como se hacía antes en casi todas las fondas catalanas.
Finalmente, cualquier persona a la que no le importa probar un poco de vino debería ir directamente a dos pueblos al oeste de la provincia –Gandesa y Falset– que en la época de los años ochenta estaban más bien muertas pero que ahora son prósperas y activas, gracias a su dedicación especializada durante más de dos décadas a los vinos de alta calidad. Falset es la capital de comarca más pequeña, con una población de menos de tres mil habitantes. Los vinos de la comarca en cuestión, el Priorat, se han hecho famosos en todo el mundo, sobre todo la gama más alta, cuyos precios pueden llegar a unos 700 euros la botella. Los vinos de Gandesa, la capital de la Terra Alta, también disfrutan de una DO propia y son muy conocidos también fuera de Cataluña.
Hay muchas otras cosas, lugares y personas de interés en las comarcas tarraconenses, pero quizás, para poner fin a este vistazo de mil palabras, no hay nada mejor que terminar sentados en una terraza de Gandesa o Falset, con una copa de vino realmente bueno en la mano.