Quizá sería más lógico empezar por la provincia de Barcelona, donde queda la capital de Cataluña, mundialmente conocida. Pero ¿quien quiere hacer lo más lógico? Empezaremos, pues, con la provincia menos conocida y seguramente menos visitada: Lleida.
Lo primero que uno percibe al entrar en Lleida es que los paisajes relativamente frondosos de la Cataluña oriental se convierten en seguida en una letanía de campos amarillos y ondulados, algunos coronados por escasas matas verdes. De hecho, hasta hace relativamente poco, Lleida era la más pobre de las provincias catalanas, con unos niveles elevados de emigración (normalmente hacia América del Sur) mientras que los que se quedaban vivían de una manera más bien precaria: existe una descripción muy precisa de la dureza de la vida en Lleida a principios del siglo XX en la novela Pedra de Tartera de Maria Barbal.
Pero hoy en día, Lleida es más próspera, gracias a sus deportes de aventura, varias estaciones de esquí, una eclosión de eventos culturales, y el descubrimiento por parte de muchos forasteros de la belleza de las ciudades y pueblos de la demarcación (por no hablar de su producción abundante de fruta de calidad).
El edificio más conocido de la misma ciudad de Lleida es la Seu Vella (del siglo XIII), precisamente porque es imposible no verla desde cualquier punto de la población, puesto que vela la ciudad entera desde lo más alto de una colina. Un sector considerable del resto de la ciudad, sin embargo, es mucho más moderno, construido durante la época franquista –cuya arquitectura no era conocida, precisamente, por su belleza– ya que muchos de los edificios originales habían sido arrasados durante la Guerra Civil; de hecho, Lleida fue bombardeada más que Guernica; recibió oleada tras oleada de aviones alemanes e italianos, con cientos de víctimas civiles, una atrocidad sobre la que Picasso decidió –si es que era consciente de ello– no convertir en el tema de un cuadro impresionante. Una parte de la ciudad antigua, bien bonita, todavía sobrevive, y una parte de esta parte es donde vive la comunidad romaní leridana, culturalmente muy activa.
Cada año en Lleida, tiene lugar un festival culinario que, para mí, es una especie de pesadilla: el Aplec del Caragol, una fiesta que se celebra a finales de mayo en la que hasta doscientas mil personas engullen estos gasterópodos asquerosos (repito: para mí). Al sur de Lleida encontramos un pueblo interesante que se llama Llardecans que yo no habría descubierto si no fuera porque me invitaron a presentar un libro. Presuponía que sería un acto con un público muy reducido, pero resultó que había más de un centenar de personas: los agricultores de Llardecans –casi toda la población trabaja de alguna forma u otra en el campo– son muy serios en cuanto a la cultura y organizan diversos eventos literarios y musicales cada año. En Llardecans también hay una de las pocas farmacias perfectamente preservadas del siglo XIX, un lugar lúgubre y oscuro pero fascinante, lleno de viales, frascos y mezclas antiguas de medicinas, buena parte de las cuales se asemejan a coral desmenuzado.
Quizás la mejor manera de visitar la provincia de Lleida es subirse al tren Lleida-Pirineos, que se arrastra norte arriba, pasando por la agradable ciudad de Balaguer, abrazando las laderas de las montañas, viendo desde las ventanas un río que se estrella, dos veces, con unos lagos inmensos que centellean y a veces parpadean mientras el tren continúa hacia la ciudad austera de Tremp, de piedra amarillenta, conocida entre otras cosas por un embutido tan delgado como un lápiz llamado xolís; de hecho, cada año en Tremp se celebra una Feria del Embutido que tiene lugar tan solo una semana antes de que las multitudes del Aplec del Caragol se zampen toneladas de caracoles. El tren termina su trayecto en la Pobla de Segur, población desde la que puedes continuar hacia el noreste hasta Sort, rodeado de montañas, o bien noroeste hacia el Valle de Arán, donde podrás escuchar una lengua que no es ni catalán ni castellano y que los nativos llaman aranés; de hecho, es una variante del occitano, la lengua que anteriormente se hablaba en todo el Mediodía francés.
Una de las especialidades de buena parte del norte de Lleida, que puede encontrarse más o menos en todas partes, es el civet de jabalí, un plato tan singular como delicioso.
Hacia el sur de la provincia hay tres lugares que son muy interesantes. Agramunt, donde se fabrican unos turrones redondos tan duros que harán dudar tus dientes. No muy lejos está Cervera, un pueblo tranquilo y bastante pequeño –tiene unos diez mil habitantes– con un edificio anómalamente grande que hace que los que visitan Cervera por primera vez abran unos ojos como platos; y es que el edificio parece fuera de lugar en un pueblo de estas dimensiones. El edificio es un castigo: después de que los catalanes perdieran la Guerra de Sucesión, en 1714, el rey Felipe V cerró todas las universidades catalanas e hizo construir esta en Cervera, un lugar que en aquella época era casi inaccesible. De esta manera se obstaculizó la enseñanza universitaria en Cataluña durante más de un siglo. Cerca de Cervera se encuentra Tàrrega, amablemente somnolienta hasta la segunda semana de septiembre, cuando se celebra la Fira del Teatre al Carrer que atrae cientos de grupos de los cinco continentes y miles y miles de espectadores de toda Europa.
Y ni siquiera hemos mencionado otros lugares que valen la pena visitar, como la ciudad abigarrada de la Seu d’Urgell, cerca de la frontera con Andorra; o bien el parque natural y espectacular de Aigüestortes, la villa medieval, poco visitada pero bien bonita, de Solsona, o bien...
Las comarcas leridanas dan sensación de sequedad y austeridad, como si, por el hecho de estar allí, fueras a pasarlo mal. Pero una vez se empieza a viajar por la demarcación, se vuelve cada vez más agradable. Los leridanos llaman a su territorio la Terra Ferma.
Pues, eso.