La demarcación de Girona debe ser la más inquieta, la más dinámica y la más felizmente variada de todas las zonas no-metropolitanas de Cataluña. En las ocho comarcas de esta provincia tienen lugar nada menos que veinte festivales musicales cada año, incluyendo cuatro con artistas invitados que son mundialmente conocidos. Olot y la misma ciudad de Girona organizan conjuntamente MOT, el festival literario internacional más grande de Cataluña (sin contar el día de Sant Jordi); y en las comarcas gerundenses también encontramos dieciséis restaurantes con estrellas Michelin, incluyendo el Celler de Can Roca, conocido en todo el mundo, donde comen –entre muchos otros– los escritores también conocidos en todo el mundo que participan en el festival MOT.
Es en esta parte de Cataluña donde encontrarás Figueres, en el centro de la comarca del Empordà, donde la tramontana sopla fuerte en invierno y es la causa, o así se cree, de la supuesta excentricidad de tantos ampurdaneses, como Salvador Dalí, el fundador del museo epónimo con el famoso sofá en forma de los labios de Mae West y el coche no menos famoso con un techo que llueve; también fundó el castillo de Púbol, cargado de huevos; y por aquí está también, por supuesto, la Costa Brava que tanto gustó a Marc Chagall, Truman Capote y Tom Sharpe, quienes vivieron aquí durante temporadas relativamente largas.
A pesar de que la Costa Brava tiene cierta fama de ser demasiado turística, todavía hay lugares bellos, como Tossa de Mar, con sus torretas medievales, donde Ava Gardner y James Mason protagonizaron Pandora; o bien San Martí d’Empúries, un pueblo tan pequeño que se recorre en diez minutos y desde el que se puede caminar fácilmente hacia la ciudad griega y romana de Empúries; cuesta arriba están los Aiguamolls del Empordà, un parque natural entre cuyos juncos interminables te puedes perder tan fácilmente como felizmente; continúa aún más arriba hacia la frontera francesa y llegarás a la bahía de Roses, cerca de la cual Ferran Adrià revolucionó la cocina creativa catalana. Más arriba encontrarás el pueblo muy bien conservado de Cadaqués, aislado geográficamente durante muchos años de los pueblos del interior, un destierro que ya no existe; casi llegando a Francia encontramos Port de la Selva, un pueblo blanco, abierto y amable, y el lugar de veraneo de J.V. Foix, uno de los poetas surrealistas más grandes en lengua catalana; y justo al lado de la frontera, encontramos Port Bou, donde Walter Benjamin se suicidó pensando que le atraparían los nazis, porque creía que los guardias fronterizos españoles no lo dejarían pasar (más adelante se descubrió que sí lo hubieran hecho).
Por allá en los años ochenta, la ciudad de Girona era un lugar bastante melancólico y algo roñoso, o así me lo pareció. Arreglada por varios consistorios a lo largo de las siguientes dos décadas, es ahora una de la ciudades más bonitas, activas y animadas de Cataluña, tal como descubrieron los turistas europeos más o menos al comienzo del milenio y cuyas calles estrechas recorren ahora en masa cada verano, además de visitar sus abundantes restaurantes, su preciado Call y las vistas de las fachadas policromas que dan al río Onyar, visibles desde muchos puentes de la ciudad, incluido uno de hierro diseñado por Gustave Eiffel.
A pesar de que la Costa Brava tiene cierta fama de ser demasiado turística, todavía hay lugares bellos, como Tossa de Mar, con sus torretas medievales, donde Ava Gardner y James Mason protagonizaron Pandora; o bien San Martí d’Empúries, un pueblo tan pequeño que se recorre en diez minutos y desde el que se puede caminar fácilmente hacia la ciudad griega y romana de Empúries; cuesta arriba están los Aiguamolls del Empordà, un parque natural entre cuyos juncos interminables te puedes perder tan fácilmente como felizmente; continúa aún más arriba hacia la frontera francesa y llegarás a la bahía de Roses, cerca de la cual Ferran Adrià revolucionó la cocina creativa catalana. Más arriba encontrarás el pueblo muy bien conservado de Cadaqués, aislado geográficamente durante muchos años de los pueblos del interior, un destierro que ya no existe; casi llegando a Francia encontramos Port de la Selva, un pueblo blanco, abierto y amable, y el lugar de veraneo de J.V. Foix, uno de los poetas surrealistas más grandes en lengua catalana; y justo al lado de la frontera, encontramos Port Bou, donde Walter Benjamin se suicidó pensando que le atraparían los nazis, porque creía que los guardias fronterizos españoles no lo dejarían pasar (más adelante se descubrió que sí lo hubieran hecho) .
Hacia el norte de la demarcación se encuentra el valle silvestre de Núria, en el cual, una vez, hice parapente pero solo porque me pagaron por hacerlo. Toda esta zona está llena de pueblos cuidadosamente restaurados, con segundas residencias para barceloneses acaudalados. En su punto más septentrional, a punto de cruzar la frontera francesa, está la villa empinada de Puigcerdà y la cercana población de Llívia: hasta ahí se llega por una carretera francesa, con todos los letreros en francés, hasta que de repente te encuentras rodeado de rótulos en catalán que te indican que vuelves a ser en el lado «español» de la frontera; anteriormente, toda esa zona pertenecía, tanto administrativamente como culturalmente, a Cataluña, pero Madrid la cedió a París en 1659; gracias a las fronteras tan arbitrarias hechas por aquella época, en algunos pueblos de la frontera alguna casa tiene la mitad en territorio español y la otra mitad en Francia.
Volviendo atrás hacia Girona, pasas por el pueblo medieval de Besalú, que solía ser un lugar tan bello como tranquilo pero que hoy en día es más bien un lugar un poco demasiado pintoresco en mi opinión, que conste– con muchos restaurantes y tiendas dirigidos casi exclusivamente para los turistas.
Un poco más abajo está la ciudad de Banyoles, con una plaza mayor del siglo X, siempre viva, con música, mercados, niños que juegan, terrazas parlanchinas... A la orilla de la ciudad encontramos el gran lago de Banyoles, que puede rodearse a pie en una hora, tiempo suficiente para ver cómo el agua parece seda arrugada. Cuando llegué a Banyoles por primera vez, sabía que había encontrado lo que terminaría siendo mi casa: sentí aquel clic instintivo en la cabeza que te dice donde tienes que echar raíces. Banyoles, para mí, es más que otra ciudad interesante: tiene algún ingrediente especial que no puedo y seguramente nunca podré identificar. Que debe ser la razón por la que he escrito esta breve visita a Cataluña, desde Banyoles.