La mayor parte de los extranjeros, cuando oyen la palabra «Barcelona» piensan inmediatamente en la ciudad y no en la provincia, y es que la ciudad está muy de moda en Europa, gracias a sus edificios modernistas abigarrados que florecen como matas bien regadas en medio del gris más sobrio de los edificios contiguos; y también gracias a las calles sinuosas de Ciutat Vella; y en las calles rectas como un palo en el Ensanche, colocado a modo de sombrero por encima de Ciutat Vella después de que se permitiera el derribo de sus murallas; o bien gracias a las calles empinadas del Poble-sec, pegados a la montaña de Montjuïc, interrumpidos por plazas pequeñas con fuentes y tiendas pequeñas y familiares; o bien en el distrito costero de la Barceloneta, con infinidad de restaurantes de pescado y viviendas pequeñas construidas en el siglo XVIII por la gente desalojada del centro de Barcelona por las tropas borbónicas.
Barcelona, con sus estadios y teatros, sus innumerables restaurantes donde sirven no solo platos catalanes, sino también recetas de toda España y de casi todos los países del mundo: un hecho relativamente reciente puesto que, hasta los años ochenta, un restaurante de comida extranjera era tan poco frecuente como un turista en un polígono industrial. Barcelona, donde puedes pasear por la montaña y nadar en el mar el mismo día, donde hay actividades culturales incontables cada tarde: recitales de poesía, conciertos, exposiciones, presentaciones de libros... Barcelona, con jardines públicos que alojan trenes en miniatura, palacios, laberintos, columnas boca abajo, zoológicos y edificios parlamentarios, según si visitas el parque de la Oreneta, de Pedralbes, el Laberinto de Horta, el Güell o la Ciutadella, respectivamente (y hay muchos más). Barcelona es una cornucopia siempre llena a rebosar, y la ciudad entera –si se observa desde lo alto de una de sus montañas más altas– se parece a un premio inmenso y deseable que brilla tenuemente. Al menos, eso me parecía a mí cuando la miré fijamente desde Montjuïc, poco después de haber llegado.
Ubicadas en las afueras de Barcelona, como una especie de revestimiento protector, encontramos una letanía de ciudades que –junto con la capital catalana– forman el área metropolitana. Ciudades como Sant Adrià de Besòs, Santa Coloma, Badalona, L'Hospitalet de Llobregat (la segunda ciudad más grande de Cataluña) y Cornellà de Llobregat (la ciudad más densamente poblada de Cataluña); casi todas están separadas de Barcelona por una calle o dos, pero funcionan como metrópolis independientes, con sus propios ayuntamientos, centros culturales, infinidad de bares y restaurantes, etcétera. La mayoría crecieron mucho en los años sesenta y setenta para poder alojar un millón y medio de personas provenientes del sur de España y de Galicia, que buscaban, y solían encontrar, trabajo en Cataluña. Hay otras ciudades, más reducidas, en el área metropolitana, llamadas «ciudades dormitorio», que es una manera muy educada de decir que son aburridas. Recuerdo una noche de sábado en una de ellas –Sant Feliu de Llobregat– en la que lo más emocionante que mis amigos y yo terminamos haciendo era comer, mal, en un restaurante chino.
Es fácil acceder a las comarcas barcelonesas desde la capital. Si subes hacia el norte de la provincia, por ejemplo, llegas a Berga, una ciudad construida en la ladera de una montaña, donde se celebra un festival medio pagano llamado la Patum, reconocido por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad; también está el escritor Jordi Cussà, que teclea sus novelas sobre drogadicción e historia épica en una burbuja de cristal que da a un acantilado; y Berga también es conocida por la costumbre relativamente común entre los habitantes de saludarse con palabrotas («¡Buenos días, hijo de puta!»). Si viajas hacia el sureste de Berga terminarás en Vic, que tiene una de las plazas mayores más impresionantes de Cataluña, tanto en términos de tamaño como de la belleza de los edificios que la rodean. Vic fue uno de los centros de la Renaixença en el siglo XIX y sigue siendo muy activa culturalmente, con un festival de música internacional, un montón de asociaciones culturales y librerías, y la presencia física de muchos poetas, escritores y músicos tanto en la misma ciudad como en la comarca. También es famoso –al igual que Tremp, en el Pallars Jussà– por sus embutidos, a la venta en abundancia en varias tiendas del centro del casco antiguo.
En la demarcación de Barcelona hay dos ciudades que pusieron en marcha la primera revolución industrial en el sur de Europa: Terrassa y Sabadell, esta última bautizada como la «Manchester de Cataluña» por sus propios habitantes en la segunda mitad del siglo XX, una frase utilizada un poco más tarde para describir Terrassa, puesto que ambas ciudades, originariamente unos pueblos rurales, acabaron siendo convertidas en «ciudades fábrica» según el modelo inglés. Los vestigios de sus años de gloria industriales –chimeneas, la Masia Freixa...– han sido conservados; Terrassa, además, tiene dos museos dedicados a la ciencia y a la técnica, por un lado, y a la industria textil, por el otro.
Hay muchas más ciudades y pueblos interesantes en las comarcas barcelonesas (Manresa, Igualada, Granollers...) y por supuesto tenemos la montaña independiente de Montserrat, con rocas arracimadas y bulbosas, la Virgen Negra y los ufólogos nocturnos los fines de semana.
Pero es más divertido –quizá– ir hacia el mar, empezando por el pueblo de Sitges, el cual, a pesar de tener menos de treinta mil habitantes tiene un peso cultural considerable, con el Festival Internacional de Cine Fantástico, y un carnaval que también es conocido en toda Europa, por lo menos. También está el museo de Cau Ferrat, que originalmente era la casa particular de Santiago Rusiñol, el artista, novelista, dramaturgo y adicto a la morfina, donde acostumbraba a beber con sus amigos artistas, incluyendo un Picasso adolescente.
Al este de Barcelona se encuentra la Costa del Maresme que, a pesar del nombre, no tiene nada de marismas, sino más bien una retahíla de playas que van desde Badalona hasta Blanes, pasando por Mataró, la capital de la comarca. La costa ha sido urbanizada hasta el punto de que casi no hay ningún resquicio virgen a lo largo de su extensión, por lo que cada pueblo se funde con el del lado. Eso sí, cada pueblo tiene una identidad propia; Caldes d'Estrac, alias Caldetes, por ejemplo, tiene las casas modernistas y novecentistas que le dan un encanto especial; junto a Caldes d'Estrac se encuentra Arenys de Mar, con las subastas de pescado y los restaurantes de cocina marinera junto al mercado; más allá de Arenys de Mar encontramos Canet de Mar, con un paseo marítimo casi interminable y un megaconcierto anual de rock catalán; y así sucesivamente hasta llegar al punto más meridional de la Costa Brava, en la demarcación de Girona, que es donde acabaremos esta gira relámpago por Cataluña.